
El caso es que, como buen cofrade que fui y que sigo siendo (aunque en menor medida actualmente) salí a la calle a ver al Cristo de Medinaceli y a Ntra. Sra. de la Esperanza. Y fue allí, en la calle, viendo a Jesús cautivo, maniatado, ante la mirada de cientos de personas, cuando pude contemplar, una vez más, el amor de Dios hacia nosotros. Fue el primer momento emotivo de esta semana mayor. Y digo primero, porque espero poder contemplar alguno que otro.
Cuando, después de una "levantá", continuaba su marcha de regreso a su templo, empieza a girar el paso hacia la acera izquierda de la calle. No sabía porqué y de repente miré hacia la izquierda y arriba. La hermnadad estaba teniendo un detalle con una persona. Sí. Allí había un hombre en un balcón, de rodillas y abrigado con una bata de casa. El hombre empezó a llorar y a echar besos con su mano derecha al mismo Dios, que tenía cara a cara. Sentí cómo el mismo Jesús se volvió a sanar a aquel enfermo, que lo único que necesitaba era mirar el rostro del Señor. Durante aquellos escasos minutos, Él mi hizo ver de nuevo, su infinita misericordia y amor por nosotros.
En este día, celebramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalém. Todos le aclamamos como Rey, con palmas y olivos. Pero somos nosotros, los mismos que le aclamamos, los que luego le crucificaremos. Ante la imagen del Medinaceli, ya lo teníamos preso, y sin embrago, Él no deja de perdonarnos, de sanarnos, de dar su vida por nosotros. Y no sólo eso, sino que además nos regala la Salvación. Su misericordia es tan grande que no podemos entenderla en nuestras mentes humanas y limitadas. Por eso mismo, aunque fuese por unos instantes, y por ver ese milagro de amor a los hombres, por enésima vez, no me canso de decirle: ¡¡GRACIAS JESÚS!!