Con esta entrada he querido empezar una sección de este blog, que he llamado "EVANGELIZ-ARTE"
¿Qué mejor que volver con la parábola del hijo pródigo?
Muchos son los comentarios y las
posibles interpretaciones que podemos hacer de esta parábola,
conocida por todos de sobra, y que por esa razón no trascribiré (Lc. 15, 11-32)
En realidad, cuando vemos una pintura
que represente dicha escena, en la mayoría de los casos se plasma,
no los inicio, ni el desarrollo de la historia, sino el final. Y es
que en él se encuentra el verdadero sentido de la misma. Podemos
calificarla, o titularla con el sobrenombre de: El perdón, o la
Misericordia.
Si nos basamos en el texto sagrado, el
hijo vuelve a la casa del padre, después de haber malvivido, de
haber desperdiciado toda su herencia, de haber tenido malas
experiencias en la ausencia del que lo creó. Y regresa sucio, con
las ropas raídas, sin ningún bien con los que partió... pero lo
hace de forma humilde, arrepentido, consciente de lo mal que lo ha
hecho. No se ve merecedor de su regreso, sin embargo, necesita del
padre, y no sólo por sus bienes materiales, sino por su amor, su
comprensión, sus sabios consejos, sus abrazos...
En este primer cuadro, obra de
Bartolomé Esteban Murillo, apreciamos la grandeza del padre que,
con su abrazo amoroso, acoge a su hijo entre sus brazos. El hijo,
arrepentido, le pide perdón de rodillas. Sus ropas son ya casi
inexistentes, solo trozos de tela tapan su cuerpo herido y sucio,
como vemos con más detalle en la planta de su pie izquierdo. Por la
izquierda, un joven chiquillo entra en la escena con el ternero
cebado que el padre ha pedido matar para celebrar la vuelta de su
amado hijo, que creyó un día, haber perdido para siempre. Por la
derecha, un sirviente porta una bandeja con ropajes lujosos, listo
para vestirlo.
El perro, símbolo de fidelidad, salta
de alegría junto al joven por su retorno.
Hay otros elementos a comentar de esta
pintura, pero que vamos a obviar en este caso.
Pasaremos a comentar un poco otra obra.
Obra que, por otra parte, es archiconocida y de la que la mayoría de
los lectores, sabrán de ella. Es una pintura que, al principio me
parecía triste, quizás por los tonos, la oscuridad aparente; pero
que, a medida que la fui viendo, analizando, estudiando... cambió
por completo. Mi visión cambió y pasé a verla llena de alegría,
de misericordia y de realidad del mundo. Es “El retorno del hijo
pródigo”, de Rembrandt, del año 1662. Esta obra está llena de
detalles y curiosidades que, más que analizar, mencionaremos
únicamente, para no hacer pesada la lectura de este pequeño
escrito.
Para empezar la luz se centra en el
abrazo del padre y del hijo pródigo; pero también en el rostro del
hijo mayor; que son los verdaderos protagonistas de la historia.
Los pesados y ricos ropajes del padre,
chocan con la pobreza del hijo que acaba de volver.
Es interesante recalcar la dulzura del
rostro del padre, que por cierto, Rembrandt lo retrató como si de un
ciego se tratara, cosa que hacía en algunas ocasiones en sus obras.
Abraza y acoge a su hijo. ¿Cómo la hace? Vamos al detalle más
conocido de esta pintura. Con su mano izquierda, grande, abierta,
robusta... como de un hombre, acoge y, parece que incluso presiona
con su dedo pulgar. Con esa mano varonil sostiene con firmeza a su
hijo, al que cubre casi con totalidad su hombro. Por contra, con su
mano derecha, más fina, más suave, con sus dedos prácticamente
cerrados, más que sostener se apoya en su hijo, acoge de forma
dulce, tierna. En el padre vemos, para resumir, la fortaleza,
robustez de un padre que sostiene a un hijo casi moribundo; pero a la
vez vemos a una madre que lo acoge, acaricia, arrulla con la dulzura
que sólo una madre sabe hacer.
El hijo apoya su cabeza en el vientre
del padre. Como si estuviera volviendo al seno materno. Es por ello
quizás, que Rembrandt lo retrató como un rostro fetal. Sus ropas
son sucias, gastadas, con la cintura ceñida, donde lleva una espada.
Su pie izquierdo descalzo, está sucio; el derecho porta una sandalia
rota, mostrándonos de esta manera, el viaje humillante y horroroso
que ha tenido en su ausencia.
Por último, el personaje de la derecha
con el rostro iluminado, como comentábamos anteriormente, es el hijo
mayor. En él vemos la dureza con que mira a su hermano menor. Una
mirada fría, llena de envidia, de odio, de celos, de juicio... que
nada tiene que ver con la dulzura del padre; al igual que su postura,
que es distante, recta y rígida. Sus manos están unidas y
entrelazadas, y las del padre extendidas y acogedoras.
Y ¿cómo veríamos la escena del hijo
pródigo hoy día? Hay una ilustración que todos conocemos, que
desconozco su autoría y que pienso que refleja perfectamente esa
vuelta nuestra de cada una al Padre. Es la que vemos a continuación.
Aunque aun tengamos en las manos las herramientas con la que hacemos
daño y pecamos, como le sucede al hijo de la pintura de Rembrandt,
representados en esa espada, o en esos clavos o martillos, aunque
nuestra arma sea la palabra o el pensamiento; Dios nos espera para
acogernos y llevarnos a su Reino de Amor y Misericordia.
El Señor os bendiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario