domingo, 25 de enero de 2015

Saulo


Hoy hemos celebrado la festividad de la Conversión de San Pablo.

La obra que vamos a ver a continuación es “La conversión de San Pablo” (1600-1601) de Caravaggio, que se encuentra en la Capilla Cerasi, en la iglesia de Santa María del Popolo, en Roma. Como ya sabemos, esta es la segunda versión que hizo de esta escena, y es la más conocida de las dos.

Este lienzo nos puede ayudar en nuestra vida personal y de relación con Dios.

Para ello acudimos a la lectura de los Hechos de los Apóstoles, 9, 1-22. Lo primero que nos puede llamar la atención es que parece estar en un lugar cerrado, como en un establo, cuando el texto nos dice que Saulo iba de camino a Damasco. Un enorme y pesado caballo se encuentra en el centro dela escena y, parece pisar y que va a aplastar a un soldado que se haya tumbado en el suelo con los brazos abierto y con los ojos cerrados.
Leyendo la lectura, reconocemos a Pablo que acaba de caer del caballo porque “una luz que venía del cielo lo envolvió de improviso con su resplandor”. La oscuridad en la que representa el episodio el autor, se contrarresta con la luz que inunda la figura tumbada de Pablo. Esa luz se refleja en el caballo y en el tercer personaje del cuadro que es el sirviente, aunque, en este caso, sólo podemos intuir levemente su cabeza y las piernas. El protagonista es Pablo envuelto por la Luz divina.
En la primera versión que Caravaggio hizo de la Conversión de San Pablo, aparece Cristo y un ángel que bajan del cielo. Sin embargo, en este caso vemos que la Luz es Cristo. Los ojos de Pablo están cerrados y, sin embargo la expresión no es de miedo. Todo lo contrario, es de paz, de tranquilidad, y sus brazos extendidos son elevados al cielo, mostrando el momento de éxtasis del santo. La Luz de Cristo está convirtiendo a esa persona que lo seguía y mataba a los cristianos. Y es que para Dios, nada hay imposible.
Nosotros podemos ser como Saluo. Aparentemente, y digo bien, aparentemente estamos al lado de Dios, o nos sentimos así porque vamos a misa y podemos incluso pertenecer a un grupo de nuestra parroquia. Pero la pregunta es. ¿Somos verdaderos evangelizadores? ¿Predicamos con nuestro ejemplo? ¿Predicamos lo que sentimos o somos meras fachadas? Quizás todos -y cuando digo todos me refiero a clero, religiosos y laicos- necesitamos que Dios llegue con su Luz, nos tire de nuestro caballo, que no es otra cosa que nuestra vida y rutina diaria, nos dé una sacudida y nos convierta; porque en ocasiones, sin darnos cuenta o consciente de nuestros actos, hacemos justo lo contrario de lo que Dios nos pide. Puede que sea el momento en que, en lugar de pedirle a Dios que nos ayude en tal proyecto, o que tal cosa nos salga bien, le digamos con fe y sin miedos: ¿Señor, qué quieres que haga? ¿Qué puedo hacer para mejorar mi vida personal y cómo puedo ayudar a los demás? ¿De qué manera puedo colaborar a construir tu Reino?
Para empezar, podemos seguir las palabras que el mismo Pablo nos dejó después de su conversión: ¡Ay de mí si no evangelizara! (1 Co 9,16)

El Señor os bendiga.

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