Cuando era pequeño me encantaba la Navidad. Fui creciendo, y
seguía gustándome, pero ya empezaba a entender algunas cosas y la inocencia iba
desapareciendo.
Con los años, más que dejar de gustarme. Y cada diciembre se
me hace un poco más cuesta arriba: La vida ha cambiado mucho. Siento la falta
de esos seres queridos que traspasaron su línea de meta, otras personas que
quiero se fueron, otras se borraron sin ruido, otras con mucho ruido,… supongo
que es ley de vida. Pero lo que veo con más claridad es la incongruencia con la
que somos capaces de vivir estos días.
Hay partes de mi antiguo yo que ya no existen. Otras están
desapareciendo. Y, sin embargo, siento que emerge alguien más auténtico. Ni
mejor ni peor: distinto. Quizás por eso repito tanto una frase que me acompaña
últimamente: “Todo es mentira”. No como un lamento, sino como una constatación
de que lo esencial se ha ido cubriendo de capas.
Las ciudades se llenan de luces con ánimo de alegrar e
incitar a comprar. En unas más que en otras, porque hay localidades que más que
alegrar, entristecen mucho, pero eso es otra historia que no viene al caso.
Los escaparates de las tiendas se llenan de color y de
artículos con ornamentación “navideña”: luces, elementos alusivos al frío, nieve
falsa, algún elfo o Papa Noel; colores rojos, verdes y dorados, cajas envueltas
en papel de regalo con lazos gigantescos, dulces típicos de la fecha,
guirnaldas, renos, balcones con reyes magos colgando, osos, bastoncitos de
caramelos… y un sinfín de objetos que nos avisan, cada año más temprano, que se
acercan unas fiestas que hay que celebrar. Como si la estética bastara para
sustituir el sentido.
La hostelería prepara las despensas para las comilonas, las
copas fluyen entre el gentío que se aglomera en la calle para beber y “pasarlo
bien”, o esa es la intención. Y mientras tanto, repetimos mensajes vacíos,
reenviamos felicitaciones impersonales y nos ponemos la mejor máscara para
cumplir con el guion.
Hay un mensaje entre los cristianos que se nos olvida:
Recordar que Jesús nació para traernos la salvación que se culminará con su
Pasión, Muerte y Resurrección en la cruz.
No celebramos el cumpleaños de Cristo. Conmemoramos su
nacimiento. Es una fiesta teológica, no exactamente biográfica, pues ni
siquiera es probable que naciera el 25 de diciembre. Quizás la fecha más
aproximada sería entre septiembre y octubre. La simbología de poner esa fecha
para celebrar la Navidad, es porque en el solsticio los días empiezan a ser más
largos, y nosotros celebramos que la Luz resplandece entre las tinieblas, es
decir, Cristo es la Luz que nace para alumbrar el mundo, oscuro por estar en pecado.
Cristo, el mismo Dios, según cuentan los evangelios, nace, y
su Madre lo envuelve en pañales y es acostado en un pesebre. Es decir, el Rey
de reyes, pudiendo nacer donde quisiera, en el mejor palacio, con las mayores
comodidades, nace de la forma más humilde y pobre: rodeado de animales, entre
paja, excrementos y un cajón que hace de cuna. Sus primeros visitantes no
fueron familiares y amigos, sino unos pastores que vivían por allí cerca y, más
tarde, unos magos de oriente. Ignoramos cuántos eran éstos, si eran reyes, o de
qué lugar de oriente procedían.
Sólo y desnudo, únicamente acompañado por su Madre y su
padre en esta tierra. Así, de la misma forma murió. Desnudo y con su Madre al
lado.
![]() |
| Adoración de los pastores. Hacia 1650. Murillo. |
Caravaggio lo muestra con crudeza. Murillo, con dulzura.
Pero ambos coinciden en lo esencial: la encarnación ocurre en lo real, no en lo
maquillado.
![]() |
| Adoración de los pastores. 1609. Caravaggio. |
Estos artistas nos hacen ver que Dios entra en la realidad de cada uno de nosotros tal cual somos de verdad. Sin tapujos.
Así es nuestro interior. Sucio y roto por el pecado. Sin
embargo, acudimos a Él porque es el único que puede sanar ese interior. Lo
externo, es lo de menos. Jesús mismo nos lo dejó claro con su vida ejemplar.
Y nosotros, ¿qué hacemos? Comemos estos días mayoritariamente
de forma más “especial” hasta reventar, porque es Navidad. Hacemos regalos
estos días, con incontables compras, a veces innecesarias, porque es Navidad.
Nos reunimos con amigos o familiares porque queremos, pero también porque toca,
por interés, porque es Navidad. El resto del año nos podemos olvidar de todo
eso, pero estos días… ponemos nuestra mejor máscara, las sonrisas más falsas,
el amor camuflado de regalos (porque compramos así el amor).
Engalanamos todo de forma exagerada, ¿para qué? Mucha
simbología, pero ¿para qué? Si en realidad es mentira, no lo sentimos, no lo
vivimos, no lo practicamos ni en estos días de obligado cumplimiento.
Ostentación, cuanta más mejor, frente a la pobreza del
pesebre.
Regalos, cuantos más mejor, frente al Amor con mayúsculas.
Máscaras encaladas en nuestro ser, frente a la Verdad
personificada.
¿Qué estamos haciendo? Justamente lo contrario a lo que
Jesús nos enseñó.
Que sí, que muchos dirán que hay que estar alegres porque
Cristo nace en nuestros corazones y bla, bla, bla… verborrea barata que se
contradice con nuestros comportamientos. Porque Cristo nace en nuestro corazón
cualquier día del año. Es más, normalmente, cuando menos lo esperamos, aparece
Él. Precisamente en estas fechas es más difícil, no que venga, sino que lo
dejemos entrar, porque estamos llenos de materialismo, consumismo, apariencias
y vanidades.
“Por sus obras los conoceréis”.
No vale con decir palabras bonitas, pero incongruentes y
carentes de sentimientos.
No vale con decir que creemos en Dios, porque quizás, quien
más crea en Dios, es el mismo Satanás.
Hay que poner en práctica (yo el primero) lo que Él nos
enseñó. Y eso no significa ir con ropas raídas por la calle y con cara de pena.
NO. Precisamente seríamos igual de incongruentes que ir con la cara alegre y
con las mejores galas sin saber lo que estamos viviendo. Se trata de
coherencia. De preguntarnos si lo que hacemos refleja lo que decimos. De
reconocer que Cristo (si uno cree en Él) no nace en el ruido, sino en el
silencio. No en la abundancia, sino en la humildad. No en la apariencia, sino
en la verdad.
Pero es más fácil y cómodo dejarnos llevar por el mensaje
cultural y consumista, ya que nos atrae más.
Y en medio de ese circo, hemos coronado como rey de la
Navidad a un personaje que no tiene nada que ver con ella. Santa Claus.
San Nicolás existió, pero no como lo conocemos o la idea que tenemos de él. Fue un obispo griego del siglo IV que vivió en Turquía. Ni en Finlandia, ni en el Polo Norte, ni rodeado de renos. San Nicolás, se convirtió en Santa Claus. Unos dicen que procede de una celebración de Sinterklaas, en Bélgica y Países bajos en el siglo XVI. Otros de la deformación de pronunciar San Nicolás. Pero el que conocemos actualmente, que también llamamos Papa Noel, es el invento comercial de una empresa de frío (Lomen Company) que, para hacer su publicidad, le interesó decir que viene del Polo Norte. Posteriormente Coca Cola se hace con los derechos del personaje, lo puso barrigudo, y lo vistió de rojo, no porque simbolice el amor, sino porque es el color de la marca.
Hoy,
Santa Claus es más importante que el pesebre. Más aceptado. Más cómodo. Más
rentable. Él se ha convertido en más protagonista que el mismo Dios. Y eso lo
dice todo.
Todo esto nos va envolviendo, igual que los villancicos que
proceden de Estados Unidos, y olvidamos el verdadero mensaje y sentido de lo
que celebramos. Repito, lo camuflamos con palabras bonitas de cara al exterior,
pero lo vivimos en modo despilfarro, algunos de maneras más exageradas que
otros, dando qué hablar, provocando juicios, y a veces incluso escandalizando
con nuestro mal ejemplo. Todo por sobresalir y ser más que los demás.
La tradición de poner y vivir el Belén se está perdiendo. No
ha desaparecido, pero es evidente su decadencia. Nos avergonzamos porque es
políticamente incorrecto, porque vivimos en una sociedad laica, aunque también,
supuestamente libre, al menos hasta la fecha. Es decir, de alguna manera, nos
avergonzamos de Cristo porque no está moda, y nosotros vivimos del postureo
vacío.
Vamos dejando de decir “feliz Navidad” y lo sustituimos por
“felices fiestas”, por temor a que pueda incomodar.
Hay una frase que pienso a menudo; vale para todo y, por
supuesto, para este caso también, y os la comparto: El miedo nos priva de la
libertad.
Desde mi punto de vista (habrá quien opine lo contrario y
las dos deben ser posturas respetables), la sociedad corre detrás de modas que
nos llevan a las prisas, a lo efímero, a lo material, a lo irreal, a hacernos
daño, a buscar nuestro interés personal… y no sabemos ni queremos aprender a
amar, ni a sentir de verdad. Cristo no vino para decirnos que la felicidad está
en lo material. De hecho, nos dijo que no podíamos adorar a Dios y al dinero.
En estos días, hacemos mal uso de todo, porque nos desbordamos con todo, pero
todo lo material. Y si nos da por querer, sólo queremos estos días. ¿De verdad?
Amar no es un acto puntual. Amar es un hábito cotidiano, un trabajo constante. Una
forma de estar en el mundo. Si únicamente lo ejercemos en diciembre, también es
mentira.
Esto me da para escribir un pequeño libro, pero no te
cansaré pues, además, también cuento con un condicionante: cada vez se lee menos.
No. No soy “anti-Navidad”. Me gusta la Navidad. Pero no
puedo vivirla desde la obligación ni desde el decorado. Si Dios no impone nada
y nos hizo libres, hasta para cumplir sus mandamientos, ¿por qué nos vemos
obligados a entrar por un aro, ancho y atractivo, pero que algunas personas
vemos totalmente vacío?
Quizás esté equivocado. Quizás no vea con claridad. Pero sí sé una cosa: Hemos ido alejando la Navidad del lugar donde Dios eligió nacer. Pero aún podemos dejar de mirar hacia otro lado y reconocer, en nuestro interior, en qué la estamos convirtiendo.

.jpg)
.jpg)

1 comentario:
Totalmente de acuerdo,amigo Rafa
Publicar un comentario