domingo, 24 de noviembre de 2019

Cristo. Rey de reyes.


Celebramos el último domingo del año litúrgico y lo dedicamos a Cristo Rey. La Iglesia quiere que le veamos en el triunfo, como aquel en que en Él todo es pleno.  Pero hay algo que nos puede llamar la atención: ¿El triunfo de Jesús en la cruz?; solo, abandonado por sus amigos, sufriendo  los dolores que jamás sintió ningún hombre, agonizando, soportando las burlas de los soldados y personas presentes, contemplando a duras penas a su Madre a sus pies viéndolo morir… Este tipo de realeza no es a la que estamos acostumbrados; no vemos  riquezas, ni protocolos, ni lujos, ni sirvientes. No vemos armas, ni guardaespaldas,  ni ejército que lo proteja. Muere completamente desnudo clavado en un madero. ¿De verdad es el triunfo de Cristo? Cristo no se limitó a sobrellevar nuestros pecados sino que también los “destruyó”, los eliminó. Cristo venció a la muerte y al pecado. Ese es el triunfo de Cristo, no se trataba de quedar por encima de nadie a nuestros ojos, Jesús es humilde y su victoria es distinta a la que podríamos suponer desde nuestro humano entender.

Cristo es un rey al que le faltan todas estas cuestiones materiales. Sin embargo posee el mayor poder que podamos imaginar. No es su corona, que no es de oro sino de Espinas. No es su trono, que no es un sillón lujoso, sino una Cruz. No son sus ropajes, que no son de seda y armiño, sino su Preciosa Sangre. No es un ejército de soldados preparados para matar, sino una corte de Ángeles… No. Su inmenso poder lo manifestó en su vida hasta el último momento. Es el AMOR  demostrado en su humildad, perdón, paciencia, mansedumbre, silencio, oración… ¡Qué mayor prueba de amor que morir para abrirnos la salvación a todos nosotros, a los que vivieron desde los inicios del mundo, y hasta los que vivan hasta el último día! Con su muerte, Él nos liberó. ¿Crees esto, o simplemente lo sabes por rutina? Piénsalo, medítalo. No es una cosa más que aprendemos desde pequeños, es el Rey, tu Rey, mi Rey, que ha querido entregarse derramando hasta la última gota de su sangre, para que podamos estar con Él en la Vida. Vino a salvarnos a todos, que somos pecadores. Lo que prometió al buen ladrón (Hoy estarás conmigo en el Paraíso), nos lo prometió a todas las personas de todas las generaciones. Sí, estaremos con Él en el Paraíso cuando nos llegue el momento, si la aceptamos; porque recuerda lo que dice San Agustín: “Hay tres hombres en la cruz: uno que da la salvación, otro que la recibe, un tercero que la desprecia. Para los tres la pena es la misma, pero todos mueren por  causa distinta”.

Su reino no es de este mundo, porque este mundo puro que nos regaló, lo hemos corrompido con nuestro pecado, con nuestros pensamientos materialistas. Su reino es el Reino de Dios, el Reino del Amor por excelencia. No nos queremos dar cuenta, precisamente porque el mundo nos arrastra, que los mayores valores no son los materiales, sino los espirituales. Ya nos lo advirtió: “Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban” (Mt. 6, 20).

Por eso deja que Cristo sea el Rey de tu vida, déjate guiar por Él que es el que da la Vida. Ámalo más que a nadie y nada en este mundo, que sea tu principio y tu fin. Y cuando llegue tu hora, acepta su salvación. Aprovechemos este día de Cristo Rey para volver a Él, que espera de nosotros nuestro arrepentimiento, humildad y confianza.

Que sepamos ver todo esto con la ayuda de Su Madre, que Ella sea siempre nuestra Esperanza, y pese a que caigamos una, dos o tres veces, como cayó su Hijo, tengamos la fuerza para levantarnos como hizo Él, y lleguemos a fundirnos en un eterno abrazo con el Rey, el Amor de los amores.

El Señor, que es el Rey de reyes, nos bendiga.

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